Joan Guinjoan atraía por su trato afable. Le llamabas o lo saludabas en alguna ocasión y siempre respondía con una buena palabra, con un gesto afectuoso. Se acordaba de ti y era muy agradecido en todo lo que hicieras en relación con su obra. Según cómo, no parecía un compositor, ni un músico, si se me permite el prejuicio a menudo confirmado de que este tipo de artistas viven ensimismados en su lucha cotidiana con el pentagrama o con el instrumento y tienen poco margen mental para cultivar la bondad. En la personalidad de Guinjoan y también en su música, hay sorprendía encontrar esta bondad, esta amabilidad vez de comunicarse con los demás y al mismo tiempo, también, de comunicar su búsqueda sonora.
Así como en su personalidad fluía esta facilidad de trato, en su obra, encontramos grandes dosis de ironía y de sentido del humor, de una mirada rigurosa pero a la vez socarrona hacia la música de su tiempo, de su generación, la que a partir de los años cincuenta quería subir al tren de alta velocidad de la modernidad que salía de París y que los llevaba hacia Alemania. La dificultad era hacerlo sin perder la temperatura de nuestra meridionalidad, manteniendo nuestra luz, nuestra alegría. La música de Guinjoan es alegre, sí. No escatima ocasiones para especular en la armonía y encontrar una voz propia en el lenguaje musical marcado por la Segunda Guerra, lo que tendía a amurallarse de disonancias por no bajar de esta falsa torre de marfil que hemos llamado “música contemporánea”. Su grupo Diabolus in música ya denotaba con este nombre la ironía con la que Guinjoan le gustaba transitar por el mundo de la música en momentos en que la cultura catalana se reafirmaba sin complejos en sintonía con Europa, antes de que las invasiones (de los bárbaras civilizados) ahogaran nuestra música en un estándar inocuo que sólo se preocupa de no desafinar.