Òpera

Aida: la esclava de la ortodoxia

18-01-2020

Este lunes día trece se estrenó en el Liceu la nueva producción de Aida. Con la dirección musical de Gustavo Gimeno y los históricos decorados de Josep Mestres Cabanes, el Gran Teatro apostó por un clásico de clásicos recurrente a la ópera de la Rambla. El estreno supuso el debut absoluto de Angela Meade al papel de Aida.

Patria, honor y amor. Estos son los tres leitmotiven que repite Verdi en sus óperas, y Aida no es una excepción. En una puesta en escena espectacular y un elenco de alto nivel, el Liceu pone toda la carne en el asador para una de las producciones más esperadas de este segundo tramo de temporada. Al menos por el asiduo público del Gran Teatro que aplaude la ortodoxa representación, prácticamente cegado por el esplendor de los excelentes decorados de Mestres Cabanes, uno de los mejores escenógrafos de la posguerra barcelonesa. Y es que a pesar de la innegable calidad de la puesta en escena, estamos ante un Aida que no apuesta ni aporta nada nuevo al espectador. Un “¡bravo!” Antes de tiempo a finales del extremo “Celeste Aida”, indicaba que el público que frecuenta estos asientos obvia el desfase del contenido y la forma de la obra y aplaude con fervor propuestas que podrían haber sido exactamente representadas hace cincuenta años. Pese el hiperrealismo y el gran dominio del ángulo maestro de la escenografía, el resto de elementos distan de ser fieles a la realidad histórica de Egipto de Aida y carece absolutamente de representatividad. Sorprende la presencia de un solo figurante negro en una multitud de esclavos supuestamente Etíopes interpretados por gente que no lo es. Es irónico que, en la primera escena, los dos personajes que aparezcan sean interpretados por asiáticos, lo que nos hace pensar que nos encontramos ante un drama japonés. Pero no, es un grupo de gente europea interpretando Egipcios y Etíopes que llevan trajes propios de una fiesta veneciana renacentista.

Impacta que aplauda y se perpetúen los roles de género en una ópera en el siglo XXI, con una Amneris histérica y una Aida incapaz de imponerse. Y, por supuesto, ambas locamente perdidas por el fuerte y firme Radamés. Si bien es cierto que sería un error desvirtuar la historia original y la “parola scenica” de Verdi con un cambio radical de guión, un giro en qué género representa cada rol en la acción podría entrar en consonancia con un buscado público joven acostumbrado a la dialéctica del “me too” y la sororidad. Este conservadurismo contraproducente de esta Aida, sin embargo, no es un caso aislado. Es uno más de una temporada operística de este año, ortodoxa y que prima una gran recaudación de un público envejecido por sobre la innovación y el progreso.

A pesar del despropósito conceptual de la representación, la ópera se inunda de virtuosismo vocal con un elenco de primera división. El claro protagonista que captó todos los focos en el estreno es el Radamés interpretado con potencia y una gran direccionalidad vocal por el surcoreano Yonghoon Lee quien, de forma prácticamente marcial, invadía todo el escenario con su presencia. Un tenor spinto que, a pesar de la firmeza en la exclamación que le requiere un personaje como un soldado egipcio, tiene carencias en la finura expresiva que Verdi buscaba en ciertos pasajes.

Una falta de decoro que se evidencia junto a la Aida de Angela Meade quien, en consonancia con lo que simboliza su personaje, excele en expresividad y regulación de las dinámicas con un particular “vibrato stretto” que levanta opiniones diversas en el público asistente.
Clémentine Margaine en el papel de Amneris tiene una voz potente que hábilmente dirige hacia Aida, contra quien lanza toda la furia y histerismo y transmite lo que era tener todo un sistema en contra, con una mirada nata penetrante e impositiva. A pesar de la gran diferencia tímbrica entre los tres artistas, las tres voces casan sorprendentemente.
Ahora bien, todo con que brillan como cantantes lo oscurecen como intérpretes. La falta de química entre Radamés y su amada Aida, como así una falta de desarrollo escénico, tanto por parte de los protagonistas como del coro, y unos figurantes que parecen estatuas en medio de una fuente de dramatismo musical, hace aún más tétrica y anticuada la representación en un recién estrenado 2020.
La única excepción es el faraón, que da vida el bajo Mariano Buccino quien consigue reunir una adecuación vocal e interpretativa, generando un halo a su alrededor que secunda con una amortiguada pero impositiva voz.
La orquesta sinfónica del Liceu, como siempre, brillante. Aunque muchos recordamos Aida por la famosa marcha triunfal instrumental, la parte orquestal tiene un papel secundario y muy pocos golpes toma el protagonismo a la voz a excepción de los inicios de cuadro. La orquesta es sutil en las entradas pero con una capacidad de crecimiento sonoro a lo largo de las arias muy sólida y que en ningún caso pisa los cantantes. Y todo esto lo hace a la batuta de Gustavo Gimeno que vuelve a su país natal después de triunfar en Europa y América.

El único elemento con el que la dirección artística ha innovado, liderada por Thomas Guthrie, ha sido con la danza. A pesar de los pocos momentos de baile, el coreógrafo Angelo Smimmo, se arriesga y consigue transmitir el tráfico espiritual que vive la sibila sacrificada al templo y el estallido erótico por parte de los Eunucos del palacio ante Amneris, a través de una danza rompedora y visceral. Lo que puede parecer un acierto expresivo y modernizador, genera repulsa a un público que murmura consternado.

 
 


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Pau Requena
Pau Requena
Redactor
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