Cámara

Verbalizar la música

La novela 'Viola d'amore', de Maria Àngels Anglada, es una pequeña joya literaria, imprescindible para los melómanos y para los amantes del arte

04-08-2020

“Callamos enseguida porque ya el violonchelo con su voz firme y aterciopelada, segura, exigió por él mismo un silencio quietísimo y vasto, como un mar. No intentaré romperlo con ninguna palabra, no perseguiré con la música imperfecta de las palabras la plenitud serena y sobrecogedora de su vuelo”. La escritora vigatana Maria Àngels Anglada (1930-1999) conocía -y reconocía- la dificultad de verbalizar las impresiones profundas y embrolladas que le suscitaba la música clásica. Este fragmento recién citado, que pertenece a la novela Viola d’amore (1983, Ediciones Destino), es solo una muestra pequeña de las descripciones deliciosas que Anglada hace florecer a partir de sonidos musicales que la conmueven.

Maria Àngels Anglada.

La novela Viola d’amore es una pequeña joya que recomiendo vivamente a todas las personas que amen la música y que aboguen por un arte entendido en un sentido omnímodo. Seguramente se trata de una obra eclipsada por el éxito esplendoroso de El violín de Auschwitz (1994), otra pieza literaria de Anglada en que la música también es la protagonista absoluta. Viola d’amore es una fuente de afinidades culturales, de intersecciones artísticas. Anglada enlaza literatura y música —y, en menor medida, pintura— con la chispa poética que tanto la caracteriza.

Viola d’amore es, también, un juego de ficción sustentado por un montón de referencias musicales e históricas totalmente reales y erigido sobre la historia de la familia de los Buddenbrook, creada por el escritor alemán Thomas Mann. Anglada proyecta la vida de los descendientes del ficticio Hanno Buddenbrook, aquel joven que, a pesar de su constitución enfermiza, irradiaba talento y genio musical.

Leer esta novela de Anglada, escrita con tanta delicadeza, es siempre una delicia. Además, este agosto puede ser una lectura especialmente apetecible para quien tenga entradas de algún concierto de la 28ª Schubertíada, que se celebra sobre todo en la Abadía de Santa María de Vilabertran, en el Alt Empordà. La primera parte de la novela ocurre en este mismo lugar, en el marco del Festival de Música de la Abadía. Con una sensibilidad marcadamente poética, Anglada describe el monasterio y la atmósfera que lo rodea.

Las impresiones musicales de Anglada

“Músicos invisibles aún, afinaban las mágicas fuentes del canto, que me llegaba fuera del cancel, prolongaban aquellos momentos de espera, aquella promesa segura de placer, abrigada de noche y de mi propia avidez”, dice el personaje Màrius Teixidor mientras llega en el monasterio de Vilabertran. A partir de esta página, Anglada pone en boca de Teixidor una serie de palabras que capturan la música del Trío Izvorul, un conjunto formado por un violonchelo, un violín y un piano.

En el descanso del concierto, Teixidor prefiere esperarse sol: “Como el niño que tiene nostalgia de despertarse, porque el día lo separa de un sueño de colores, tenía miedo de los comentarios, seguramente entendidos y informados, pero aun distantes del mundo donde me llevaban aquellos primeros sonidos aunque sin finalización, estos cada vez nuevos estremecimientos de las cuerdas y de mí mismo”. Teixidor teme que, si habla demasiado de las obras que acaba de escuchar, mermará la intensidad con que las ha vivido.

Más adelante, en la segunda parte del concierto, Teixidor verbaliza la impresión que le ha causado el Trio avec piano en ré mineur, op. 120, de Gabriel Fauré, y esta vez recurre a elementos de la naturaleza: “Una suavidad, un aroma mezclada de rosas y romero en un jardín nocturno era la atmósfera que se filtraba de aquellos sonidos, no brillando, no provocando, sino destilando sin secreto pero sin ruido”.

El Trío Izvorul cierra el concierto con la primera audición absoluta de un trío inacabado de Mozart, descubierto por Climent Moragues, el violinista del conjunto. “Por lo menos, mientras escuchábamos, la bellísima pieza, inconfundiblemente mozartiana, no necesitábamos ni confirmaciones ni aclaraciones de ningún tipo. No echábamos en falta nada de exterior a la música misma, no le preguntábamos de qué país nos había llegado ni por qué caminos. Parecía una primavera que vertiera, porque tenía de más, los colores cambiantes de las flores. ¿Con qué palabras, surgidas de qué fuente, podría recordarla? Ala, alondra, repiqueteo, danza … pero también llama y sombras fluctuantes”, confiesa Teixidor.

Toda la novela está llena de descripciones de este tipo. Anglada sobresale por su capacidad de decir con palabras todo lo que la música insinúa, y Viola d’amore es, a mis ojos, el ejemplo paradigmático de este talento.

La historia de la música, vista desde los ojos poéticos de Anglada

A lo largo de Viola d’amore, Anglada suelta pequeñas historias y anécdotas que pertenecen a las vidas de algunos grandes compositores, como Brahms, Mozart y Bach. Explica, por ejemplo, que para Mozart los silencios eran cruciales: “‘Se hizo un silencio extraordinario”, escribía Mozart, muy joven; y, dos meses antes de morir, explicando los aplausos, las repeticiones y el entusiasmo que despertaba, semanas y semanas seguidas, La flauta mágica, volvía a decir: “Pero lo que prefiero es el asentimiento de una aprobación silenciosa”.

Un poco antes, Anglada narra una historia bonita sobre el alma creadora de Brahms: “Pienso en las orillas verdes de la Carintia, en la casa junto al agua, en las arboledas frondosas donde Brahms se paseaba, incansable, ‘cosechando las melodías’, como nosotros cosecharíamos hierbas aromáticas o moras o frambuesas, en un bosque. Así lo aseguraba él, que los cantos brotaban de la tierra, y los cosechaba, a gavillas, y les infundía una forma acabada antes de darlos a las manos como alas y al corazón de sus artistas predilectos, Clara Schumann y Joseph Joachim” .

La Abadía de Santa María de Vilabertran, santuario de la música clásica

Puede resultar especialmente interesante asistir a la Schubertíada habiendo disfrutado previamente de las pinceladas que Anglada hace de la Abadía de Santa María de Vilabertran. Anglada habla de “la bellísima fachada del palacio del abad, con las joyas de los cinco ventanales góticos de esbeltos parteluces y la solidez dorada de los muros almenados que hizo construir el abad Antonio Girgós”; también dedica unas palabras al “claustro de quietud acogedora”, lleno de “columnas y […] capiteles, con estilizadas hojas de acanto doblegado, con otras hojas más pequeñas y frutos de mal distinguir”. Incluso relata la leyenda del abad Rigall, el fundador del monasterio: “Un día de tramontana subió arriba del campanario de tres pisos y, pegado al badajo de una campana, la tramontana se lo llevó por los aires! Suerte que la anchura de su hábito se hinchó, erizándose con el viento, como un globo, y el abad volando como una gaviota llegó a tierra firme sano y salvo”.


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