Òpera

Invocar la zarzuela en el s.XXI, un ejercicio de metacomunicación en La Rambla

17-11-2019

La recreada Doña Francisquita de Amadeu Vives, de la mano de Lluís Pasqual, culmina este domingo después de una semana en cartel en el Gran Teatre del Liceu y con dos repartos.

Mis abuelos no entendieron nada, yo creo que lo vi claro. El viejo amante del género que realmente creía que esta vez (ahora sí!) Vería Doña Francisquita en el Liceu saldría pensando que le han vendido el número y que aquel espectáculo no tenía nada que ver con la zarzuela que figuraba en el título del programa ni en su contenido. Los grandes teatros del nuevo milenio parece que siguen resistiéndose a normalizar un género lírico largamente cultivado en todo el estado y en Catalunya desde el XIX. Por lo menos, como en este último caso el Liceu, se ven obligados a encontrar alternativas debido a un amplio sector social que tiende a deformar la contextualización artística de otros periodos y también por un régimen escópico que ya no admite clichés y formas consideradas caducas. Un hecho totalmente paradójico junto a otros géneros autóctonos de otros países centroeuropeos, como la opereta, que no han sufrido el mismo desgaste.

Permitirse el lujo de tener como director escénico a un genio como Lluís Pasqual es garantía de éxito. Una experiencia rompedora, artísticamente impoluta y renovada. Entrar en el dilema de cambiar la esencia del libro, sacando los diálogos hablados y creando otros nuevos para encorsetar al servicio de la escena ya es harina de otro costal. En una obra lírica, la ética entre las variables musical y textual es un fino equilibrio de dos fuerzas que se retroalimentan, una simbiosis difícilmente distinguible. Poner en duda representa faltar al respeto a sus autores originales a no ser que por razones historicistas pudieran existir otras versiones autorizadas por los mismos y que así justificaran la manipulación artística en un contexto presente. Si la razón principal para interferir sobre estos principios es la de tener que adaptarse a un público del siglo XXI lo mejor sería dejar reposar la obra en un cajón hasta que hubiera alguien dispuesto a ceñirse a ellas. La otra opción es la de llamar a las cosas por su nombre para que los muertos puedan descansar en paz. Mis abuelos fueron a ver Doña Francisquita con música de Amadeo Vives y libreto de Federico Romero Sarachaga y Guillermo Fernández-Shaw, pero aquello con lo que se encontraron no fue otra cosa que un espectáculo musical y teatral que hablaba de la zarzuela que ellos conocían, sin abordar su contenido plenamente; un ejemplo de obra adaptada de forma metacomunicativas como recurso narrativo para supeditar al contexto deseado. Un argumento que pasa de ser la historia literaria basada en La discreta enamorada de Lope de Vega a un replanteamiento que conserva la misma forma de los tres actos y la partitura correspondiente, pero dinamitando el guión que las acompaña. La historia de base pasa a un segundo plano que aparece fugazmente cuando los intérpretes y la orquesta ejecutan los pasajes musicales, provocando que todos los recursos dramáticos (riqueza de los personajes, objetivos, arcos de transformación …) se encuentren bajo la responsabilidad de estos nuevos caracteres que se limitan a explicar la historia en un primer plano, convirtiéndose propiamente una autoparodia de la zarzuela; de telón de fondo y tras un velo, el original.

La obra recrea las tres edades de Francisquita focalizando amores entre Fernando, Francisquita, Don Matias y Aurora “la Beltrana” en tres periodos históricos. El primer acto muestra la interpretación de la zarzuela en un estudio de radio, durante la Segunda República, en 1934. El segundo nos traslada hasta un plató de TVE, en 1964, donde Doña Francisquita se retransmite para toda España, adquiriendo un movimiento escénico que carecía al inicio estático de la obra. El tercer acto nos traslada al momento presente, 2019, dentro de un estudio polivalente donde se ensaya el fragmento correspondiente y que muestra todos los rostros en que la zarzuela puede llegar a ser proyectada en la contemporaneidad; una puesta en escena fulgurante que lleva in crescendo los límites exponenciales de la comunicación, ya sea desde el punto de vista formal de los tres actos oa nivel interactivo entre los diferentes planos comunicativos de los intérpretes, que se referencian también con la ausencia de la 4ª pared . Los cantantes solistas se encuentran también en la doble significación de su rol: son cantantes que interpretan cantantes de zarzuela que hacen un papel. Y así se les presenta distintivamente en cada uno de los actos, asimilándolos, pero, con paralelismos y recurriendo al running gag como recurso cómico que los traslada del plan musical de Vives a la adaptación dialogada. El hilo conductor de la obra recae plenamente sobre el actor Gonzalo de Castro que cumple con un papel ideado para la ocasión como intermediario entre el material preexistente de la obra y la aportación de Lluís Pasqual. Su papel de supervisor y realizador en cada uno de los espacios donde transcurre el espacio de grabación de los tres actos le obliga a cumplir con las coyunturas que conlleva la situación política y social de cada época.

A nivel musical, destacar la presencia de la soprano lírico-ligera María José Moreno, como Francisquita, con un dominio del registro agudo inmaculado y aéreo que el día del estreno supo cómo economizar bien su resistencia entre los pasajes fraseados y los conjuntos, como la romanza de lucimiento a los agudos, la “Canción del Ruiseñor”. El tenor lírico-ligero Celso Albelo, como pareja protagonista encarnando a Fernando, fue uno de los más brillantes del elenco. El canario parece incorporar en su técnica una clara referencia krausiana, con una proyección punzante pero también llena y con cuerpo. Brod sin ninguna dificultad la romanza “Por el humo se sabe dónde está el fuego” con un vibrante final que fue largamente aplaudido. Muy acertado también Alejandro del Cerro interpretando el amigo de Fernando, Cardona, de timbre limpio y buena dicción. Correctos y bien defendidos fueron también la Aurora “la Beltrana” de la mezzosoprano Ana Ibarra, Don Matías del bajo-barítono Miguel Sola, el Lorenzo Pérez de Isaac Galan, y Doña Francisca de María José Suárez, adquiriendo esta última una calidad más cómica adecuada para el texto del espectáculo.

El Cor del Gran Teatre del Liceu, bajo la dirección de Conxita García, ofreció un buen trabajo compacto y un sonido empastado, con ejemplos de excelsa calidad como el “Coro de Románticos” del acto III. La formación también tuvo que afrontar eficazmente los cambios dinámicos que marcaba la escena, sobre todo en los movimientos del acto II. Óliver Díaz, director titular del Teatro de la Zarzuela de Madrid, supo conducir la Orquestra del Gran Teatre del Liceu a buen puerto a través de los números musicales cantados y de danza sin haber de exagerar el carácter que se completaba a nivel visual. La presencia de la consagrada y virtuosa Lucero Tena fue uno de los platos fuertes de la velada. Debutando en el Liceo a sus 82 años durante el acto final deleitó el público acompañando un “Fandango” para la memoria con sus castañuelas, cuadro en el que también intervinieron otros jóvenes bailarines y bailarinas.

En general, la producción se convierte en una alternativa que se camufla en el momento de hibridación genérica que vivimos actualmente, y justo por eso debemos seguir nombrando que una rosa es una rosa cuando se vende al público un espectáculo en concreto. Si queremos ahorrar un disgusto a nuestros abuelos que tanto nos queremos y que debemos cuidar, la próxima reposición de Doña Francisquita simplemente que sea o no sea, pero siempre bajo el concepto que le corresponde. Es bueno que seguimos avanzando como sociedad, innovando, escuchando las calles y la denuncia social; pero siempre respetando el legado artístico del pasado, sin obligarle a adoptar una forma que, en lugar de hacerlo brillar a nuestro presente, el desdibuje.

Foto: Doña Francisquita

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